martes, 15 de abril de 2008

MENSAJE AL HERMANO

Ahora serán las palabras, las más inútiles o las más elocuentes, las que brotan de las lágrimas o de la cólera, ahora leeremos bellas imágenes sobre el fénix que renace de las cenizas, en poemas y discursos se irá fijando para siempre la imagen del Che. También estas que escribo son palabras, pero no las quiero así, no quiero ser yo quien hable de él. Pido lo imposible, lo más inmerecido, lo que me atreví a hacer una vez cuando él vivía: pido que sea su voz la que asome aquí, que sea su mano la que escriba estas líneas. Sé que es absurdo y es imposible, y por eso mismo creo que él escribe esto conmigo, porque nadie supo mejor hasta qué punto lo absurdo y lo imposible serán un día la realidad de los hombres, el futuro por cuya conquista dio su joven, su maravillosa vida. Usa entonces mi mano una vez más, hermano mío, de nada les habrá valido cortarte los dedos, de nada les habrá valido matarte y esconderte con sus torpes astucias. Toma, escribe: lo que me quede por decir y por hacer lo diré y lo haré siempre contigo a mi lado. Sólo así tendrá sentido seguir viviendo.

La Palabra

Conferencia de Julio Cortázar, Madrid (1981)

Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer como piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje, o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas corno monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados. Los que asistimos a reuniones como ésta sabemos que hay palabras-clave, palabras-cumbre que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, y que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia. Sabemos muy bien cuales son esas palabras en las que se centran tantas obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social, democracia, entre muchas otras. Y ahí están otra vez esta noche, aquí las estamos diciendo porque debemos decirlas, porque ellas aglutinan una inmensa carga positiva sin la cual nuestra vida tal como la entendemos no tendría el menor sentido, ni como individuos ni como pueblos. Aquí están otra vez esas palabras, las estamos diciendo, las estamos escuchando Pero en algunos de nosotros, acaso porque tenemos un contacto más obligado con el idioma que es nuestra herramienta estética de trabajo, se abre paso un sentimiento de inquietud, un temor que sería más fácil callar en el entusiasmo y la fe del momento, pero que no debe ser callado cuando se lo siente con fuerza y con la angustia con que a mí me ocurre sentirlo. Una vez más, como en tantas reuniones, coloquios, mesas redondas, tribunales y comisiones, surgen entre nosotros palabras cuya necesaria repetición es prueba de su importancia; pero a l a vez se diría que esa reiteración las está como limando, desgastando, apagando. Digo: "libertad" digo: "democracia", y de pronto siento que he dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un estereotipo, en un clisé sobre el cual todo el mundo está de acuerdo porque ésa es la naturaleza misma del clisé y del estereotipo: anteponer un lugar común a una vivencia, una convención a una reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo. ¿Con qué derecho digo aquí estas cosas? Con el simple derecho de alguien que ve en el habla el punto más alto que haya escalado el hombre buscando saciar su sed de conocimiento y de comunicación, es decir, de avanzar positivamente en la historia como ente social, y de ahondar como individuo en el contacto con sus semejantes. Sin la palabra no habría historia y tampoco habría amor; seriamos, como el resto de los animales, mera sexualidad. El habla nos une como parejas, como sociedades, como pueblos. Hablamos porque somos, pero somos porque hablamos. Y es entonces que en las encrucijadas críticas, en los enfrentamientos de la luz contra la tiniebla, de la razón contra la brutalidad, de la democracia contra el fascismo, el habla asume un valor supremo del que no siempre nos damos plena cuenta. Ese valor, que deberia ser nuestra fuerza diurna frente a las acometidas de la fuerza nocturna, ese valor que nos mostraría con una máxima claridad el camino frente a los laberintos y las trampas que nos tiende el enemigo, ese valor del habla lo manejamos a veces como quien pone en marcha su automóvil o sube la escalera de su casa, mecánicamente, casi sin pensar, dándolo por sentado y por valido, descontando que la libertad es la libertad y la justicia es la justicia, así tal cual y sin más, como el cigarrillo que ofrecemos o que nos ofrecen. Hoy, en que tanto en España como en muchos países del mundo se juega una vez más el destino de los pueblos frente al resurgimiento de las pulsiones más negativas de la especie, yo siento que no siempre hacemos el esfuerzo necesario para definirnos inequívocamente en el plano de la comunicación verbal, para sentirnos seguros de las bases profundas de nuestras convicciones y de nuestras conductas sociales y políticas. Y eso puede llevarnos en muchos casos sin conocer a fondo el terreno donde se libra la batalla y donde debemos ganarla. Seguimos dejando que esas palabras que transmiten nuestras consignas, nuestras opciones y nuestras conductas, se desgasten y se fatiguen a fuerza de repetirse dentro de moldes avejentados, de retóricas que inflaman la pasión y la buena voluntad pero que no incitan a la reflexión creadora, al avance en profundidad de la inteligencia, a las tomas de posición que signifiquen un verdadero paso adelante eni la búsqueda de nuestro futuro. Todo esto sería acaso menos grave si frente a nosotros no estuvieran aquellos que, tanto en el plano del idioma como en el de los hechos, intentan todo lo posible para imponernos una concepción de vida, del estado, de la sociedad y del individuo basado en el desprecio elitista, en la discriminación por razones raciales y económicas, en la conquista de un poder omnímodo por todos los medios a su alcance, desde la destrucción física de pueblos enteros hasta el sojuzgamiento de aquellos grupos humanos que ellos destinan a la explotación económica y a la alienación individual.
Si algo distingue al fascismo y al imperialismo como técnicas de infiltración es precisamente su empleo tendencioso del lenguaje, su manejo de servirse de los mismo conceptos que estamos utilizando aquí esta noche para alterar y viciar su sentido más profundo y proponerlos como consignas de su ideología. Palabras como patria, libertad y civilización saltan como conejos en todos sus discursos, en todos sus artículos periodísticos. Pero para ellos la patria es una plaza fuerte destinada por definición a menospreciar y a amenazar a cualquier otra patria que no esté dispuesta a marchar de su lado en el desfile de los pasos de ganso. Para ellos la libertad es su libertad, la de una minoría entronizada y todopoderosa, sostenida ciegamente por masas altamente masificadas. Para ellos la civilización es el estancamiento en un conformismo permanente, en una obediencia incondicional. Y es entonces que nuestra excesiva confianza en el valor positivo que para nosotros tienen esos términos puede colocarnos en desventaja frente a ese uso diabólico del lenguaje. Por la muy simple razón de que nuestros enemigos han mostrado sus capacidad de insinuar, de introducir paso a paso un vocabulario que se presta como ninguno al engaño, y si por nuestra parte no damos al habla su sentido más auténtico y verdadero, puede llegar el momento en que ya no se vea con la suficiente claridad la diferencia esencial entre nuestros valores políticos y sociales y los de aquellos que presentan sus doctrinas vestidas con prendas parecidas; puede llegar el día en que el uso reiterado de las mismas palabras por unos y por otros no deje ver ya la diferencia esencial de sentido que hay en términos tales como individuo, como justicia social, corno derechos humanos, según que sean dichos por nosotros o por cualquier demagogo del imperialismo o del fascismo. Hubo un tiempo, sin embargo, en que las cosas no fueron así. Basta mirar hacia atrás en la historia para asistir al nacimiento de esas palabras en su forma más pura, para asentir su temblor matinal en los labios de tantos visionarios, de tantos filósofos, de tantos poetas. Y eso, que era expresión de utopía o de ideal en sus bocas y en sus escritos, habría de llenarse de ardiente vida cuando una primera y fabulosa convulsión popular las volvió realidad en el estallido de la Revolución Francesa. Hablar de libertad, de igualdad y de fraternidad dejó entonces de ser una abstracción del deseo para entrar de lleno en la dialéctica cotidiana de la historia vivida. Y a pesar de las contrarrevoluciones, de las traiciones profundas que habrían de encarnarse en figuras como la de Napoleón Bonaparte y de las de tantos otros, esas palabras conservaron su sabor más humano, su mensaje más acuciante que despertó a otros pueblos, que acompañó el nacimiento de las democracias y la liberación de tantos países oprimidos a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del nuestro. Esas palabras no estaban ni enfermas ni cansadas, a pesar de que poco a poco los intereses de una burguesía egoísta y despiadada empezaba a recuperarlas para sus propios fines, que eran y son el engaño, el lavado de cerebros ingenuos o ignorantes, el espejismo de las falsas democracias como lo estamos viendo en la mayoría de los países industrializados que continúan decididos a imponer su ley y sus métodos a la totalidad del planeta. Poco a poco esas palabras se viciaron, se enfermaron a fuerza de ser viciadas por las peores demagogias del lenguaje dominante. Y nosotros, que las amamos porque en ellas alienta nuestra verdad, nuestra esperanza y nuestra lucha, seguimos diciéndolas porque las necesitamos, porque son las que deben expresar y transmitir nuestros valores positivos, nuestras normas de vida y nuestras consignas de combate. Las decimos, si, y es necesario y hermoso que así sea; pero ¿hemos sido capaces de mirarlas de frente, de ahondar en su significado, de despojarlas de la adherencias, de falsedad, de distorsión y de superficialidad con que nos han llegado después de un itinerario histórico que muchas veces las ha entregado y las entrega a los peores usos de la propaganda y la mentira? Un ejemplo entre muchos puede mostrar la cínica deformación del lenguaje por parte de los opresores de los pueblos. A lo largo de la segunda guerra mundial, yo escuchaba desde mi país, la Argentina, las transmisiones radiales por ondas cortas de los aliados y de los nazis. Recuerdo, con asco que el tiempo no ha hecho más que multiplicar, que las noticias difundidas por la radio de Hitler comenzaban cada vez con esta frase: Aquí Alemania, defensora de la cultura». Si, ustedes me han oído bien, sobre todo ustedes los mas jóvenes para quienes esa época es ya apenas una página en el manual de historia. Cada noche la voz repetía la misma frase: .Alemania, defensora de la cultura». La repetía mientras millones de judíos eran exterminados en los campos de concentración, la repetía mientras los teóricos hitleristas proclamaban sus teorías sobre la primacía de los arios puros y su desprecio por todo el resto de la humanidad considerada como inferior.
La palabra cultura, que concentra en su infinito contenido la definición más alta del ser humano, era presentada como un valor que el hitlerismo pretendía defender con sus divisiones blindadas, quemando libros en imnensas piras, condenando las formas más audaces y hermosas del arte moderno, masificando el pensamiento y la sensibilidad de enormes multitudes. Eso sucedía en los años cuarenta, pero la distorsión del lenguaje es todavía peor en nuestros días, cuando la sofisticación de los medios de comunicación::Ja vuelve aún más eficaz y peligrosa puesto que aho:tánquea los últimos umbrales de la vida individual, y de§eié los canales de la televisión o las ondas radiales puede invadir y fascinar a quienes no siempre son capaces de reconocer sus verdaderas intenciones. Mi propio país, la Argentina, proporciona hoy otro ejemplo de esta colonización de la inteligencia por deformación de las palabras. En momentos en que diversas comisiones internacionales investigaban las denuncias sobre los::miles y miles de desaparecidos en el país, y daban a.. conocer informes aplastantes donde todas las formas de vióláción de derechos humanas aparecían probadas y.documentadas; la junta militar organizó una propaganda basada en el siguiente slogan: «Los argentinos somos derechos y humanos». Así, esos dos términos indisolublemente ligados desde la Revolución Francesa y en nuestros días por la Declaración de las Naciones Unidas, fueron insidiosamente separados, y la noción de derecho pasó a tomar un sentido totalmente disociado de su significación ética, jurídica y política para convertirse en el elogio demagógico de una supuesta manera de ser de los argentinos. Véase como el mecanismo de ese sofisma se vales de las mismas palabras: como somos derechos y humanos, nadie puede pretender que hemos violado los derechos humanos. Y todo el mundo puede irse a la cama en paz. Pero acaso no haya en estos momentos una utilización mas insidiosa del habla que la utilizada por el imperialismo norteamericano para convencer a su propio pueblo y a los de sus aliados europeos de que es necesario sofocar de cualquier manera la lucha revolucionaria en El Salvador. Para empezar se escamotea el termino «revolución«, a fin de negar el sentido esencial de la larga y dura lucha del pueblo salvadoreño por su libertad -otro término que es cuidadosamente eliminado-; todo se reduce así a lo que se califica de enfrentamientos entre grupos de ultraderecha y de ultraizquierda (estos últimos denominados siempre como «marxistas«), en medio de los cuales la junta de gobierno aparece como agente de moderación y de estabilidad que es necesario proteger a toda costa. La consecuencia de este enfoque verbal totalmente falseado tiene por objeto convencer a la población norteamericana de que frente a toda situación polítieaxprisideráda como inestable en los países vecinos, el deber de los Estados Unidos es defender la democracia dentro y fuera de sus fronteras, con lo cual ya tenemos bien instalada la palabra «democta en un contexto con el que naturalmente no tiene nada.que ver. Y así podíamos seguir pasando revista al doble juego de escamoteos y de tergiversaciones verbales que.como se puede comprobar cien veces, golpea a las puertas de nuestro propio discurso político con las armas de la televisión, de la prensa y del cine, para ir generando una confusión mental progresiva, un desgaste de valores, una lenta enfermedad del habla, una fatiga contra la que no siempre luchamos como deberíamos hacerlo. ¿Pero en qué consiste ese deber? Detrás de cada palabra está presente el hombre como historia y como conciencia, y es en la naturaleza del hombre donde se hace necesario ahondar a la hora de asumir, de exponer y de defender nuestra concepción de la democracia y de la justicia social. Ese hombre que pronuncia tales palabras, ¿está bien seguro de que cuando habla de democracia abarca el conjunto de sus semejantes sin la menor restricción de tipo étnico, religioso o idiomático? Ese hombre que habla de libertad, ¿está seguro de que en su vida privada, en el terreno del matrimonio, de la sexualidad, de la paternidad o la maternidad, está dispuesto a vivir sin privilegios atávicos, sin autoridad despótica, sin machismo y sin feminismo entendidos como recíproca sumisión de los sexos? Ese hombre que habla de derechos humanos, ¿está seguro de que sus derechos no benefician cómodamente de una cierta situación social o económica frente a otros hombre que carecen de los medios o la educación necesarios para tener conciencia de ellos y hacerlos valer? Es tiempo de decirlo: las hermosas palabras de nuestra lucha ideológica y política no se enferman y se fatigan por sí mismas, sinoo por el mal uso que les dan nuestros enemigos y que en muchas circunstancias les damos nosotros. Una crítica profunda de nuestra naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la única posibilidad que tenemos de devolverle al habla su sentido más alto, limpiar esas palabras que tanto usamos sin acaso vivirlas desde adentro, sin practicarlas auténticamente desde adentro, sin ser responsables de cada una de ellas desde lo más hondo de nuestro ser. Sólo así esos términos alcanzarán la fuerza que exigimos en ellos, sólo así serán nuestros y solamente nuestros. La tecnología le ha dado al hombre máquinas que lavan las ropas y la vajilla, que le devuelven el brillo y la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que cada uno de nosotros tiene una máquina mental de lavar, y que esa máquina es su inteligencia y su conciencia; con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político de tantas adherencias que lo debilitan. Sólo así lograremos que el futuro responda a nuestra esperanza y a nuestra acción, porque la historia es el hombre y se hace a su imagen y a su palabra.

Textos imperdibles

1970. Viajes alrededor de una mesa.
1975. Fantomas contra los vampiros multinacionales.
http://www.literaberinto.com/CORTAZAR/fantomas.htm

http://www.taringa.net/posts/arte/125605/Paquete-de-500-libros.html


1976. Estrictamente no profesional. Humanitario.

1983. Nicaragua tan violentamente dulce.

El otro cielo

La noche de Mantequilla Nápoles

El perseguidor

Rayuela

http://www.taringa.net/posts/novatos/785421/Julio-Cortazar-en-mp3----Descarga-directa.html

http://www.taringa.net/posts/info/894580/Super-mega-post-Julio-Cortazar-(de-todo).html

Un cronopio pequeñito

Historia: Un conópio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronópio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.

El argentino que se hizo querer de todos

(Por Gabriel García Márquez)


Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados.A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en que momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible.Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: La noche de Mantequilla Nápoles. Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aún para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía Mantequilla Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo.Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también las que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más importante que he tenido la suerte de conocer.Desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del rincón, como Jean-Paul Sartre lo hacía a trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los dedos. Yo había leído Bestiario, su primer libro de cuentos, en un hotel de Lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta, entre peloteros más mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquél era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande. Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón.Años después, cuando ya éramos viejos amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día, pues me parece que se recreó a si mismo en uno de los cuentos mejor acabados - El otro cielo -, en el personaje de un latinoamericano sin nombre que asistía de puro curioso a las ejecuciones en la guillotina. Como si lo hubiera hecho frente a un espejo. Cortázar lo describió así: "Tenía una expresión distante y a la vez curiosamente fija. La cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y se rehúsa a dar el paso que lo devolverá a la vigília.". Su personaje andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador no se atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera con que él mismo hubiera percibido una interpelación semejante. Lo raro es que yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old Navy, y por el mismo temor. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo. En las muchas que nos vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa y oscura, pues hasta hace apenas dos semanas parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con la que había nacido. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que en el otoño triste de 1956 lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez.Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estar muriéndose otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente. En alguna parte de La vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elogías por Julio Cortázar. Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.
Extraído de "Manual de Cronopios" (Francisco J. Uriz) - Ediciones de la Torre ©1992

Tribunal Russell II

Sobre la situación de los países de América Latina
El Tribunal Russell II, del que se habla en esta historieta, es la prolongación del Tribunal Russell, creado a iniciativa del famoso pensador ingles Bertrand Russell para investigar los crímenes cometidos por las tropas norteamericanas en Vietnam. Reunido en dos ocasiones (Roma, abril de 1974, y Bruselas, enero de 1975), el Tribunal Russell II se dedicó a investigar la situación imperante en diversos países de América latina, y habrá de reunirse nuevamente para completar sus trabajos referentes a las múltiples violaciones de los derechos humanos y de los derechos de los pueblos en Brasil, Chile, Uruguay, Bolivia, Paraguay y otros países del continente latinoamericano.En la reunión de Bruselas, el Tribunal Russell estuvo constituido de la manera siguiente:

Presidente: Lelio Basso Senador de la Izquierda IndependienteItaliana Vice-Presidentes: Vladimir Dedijer Historiador yugoslavo Gabriel García Marquez Escritor colombiano Frangois Rigaux Profesor de Derecho Internacional Universidad Cató1ica de Louvain Albert Soboul Profesor de La Sorbona Miembros: Juan Bosch Ex Presidente de la República Dominicana George Casalis Teólogo protestante Julio Cortázar Escritor argentino Giulio Girardi Teólogo cató1ico Uwe Holtz Miembro del Partido Social Demócrata Alemán y del Parlamento de la RFA Alfred Kastler Premio Nobel de Física John Molgaard Miembro del Partido Social Demócrata Danés, dirigente sindical James Petras Profesor de Sociología de la Universidad de Nueva York Pham Van Bach Presidente de la Comisión de Investigación de los Crímenes Norteamericanos de Guerra en Vietnam Laurent Schwartz Matemático Alberto Tridente Secretario Nacional de la FLM (Italia) Armando Uribe Profesor de Derecho Internacional y ex embajador de Chile en Pekín
En el curso de sus audiencias, el Tribunal escuchó numerosos informes y testigos, y consultó una abundante documentación escrita y audiovisual. Basándose en esos antecedentes, el Tribunal comprobó:A —Violación de los derechos del hombre y de los derechos de los pueblos.1— Que, lejos de disminuir, después de pronunciada su primera sentencia la represión no ha dejado de intensificarse en el Brasil, en Chile, en Bolivia y en Uruguay; que la parte resolutiva de esta primera decisión, a saber, que los gobiernos de estos cuatro Estados son culpables de violaciones graves, repetidas y sistemáticas de los derechos del hombre, ha sido confirmada por las informaciones complementarias presentadas ante el Tribunal;2— Que se han aportado pruebas concordantes y concluyentes de que el Estado de derecho ha sido sistemáticamente destruido y que las libertades civiles y políticas, así como los derechos sociales y sindicales, han sido suprimidos en los siguientes países: Guatemala, Haití, Paraguay y República Dominicana; en consecuencia, hay mérito para extender a los gobiernos de estos cuatro países la condena ya formulada contra el Brasil, Chile, Bolivia y Uruguay;3— Que se ha formulado una denuncia formal de violación de los derechos del hombre en Nicaragua y en la República Argentina; que atentados políticos que llegan hasta el asesinato son cometidos por o con la complicidad de las autoridades de la República Argentina y que el Tribunal se ha alarmado particularmente por la situación creada a los refugiados políticos en este último país;4— Que el gobierno de los Estados Unidos, así como las autoridades puertorriqueñas que obedecen a sus órdenes, violan la Resolución 1514 (XV) de la Asamblea General de las Naciones Unidas del 14 de diciembre de 1960, según la cual debía efectuarse, sin condiciones ni reservas, el paso inmediato de todos los poderes a los pueblos que no han obtenido su independencia, y que también son violadas las resoluciones relativas a Puerto Rico, adoptadas en 1972 y 1973 por el Comité Especial de descolonización creado por esta misma Asamblea;5— Que se ha verificado la contaminación de los recursos naturales, el deterioro ecológico y la esterilización de las mujeres en diversos países de América latina, imputables a la persecución desenfrenada de beneficios por parte de las empresas multinacionales norteamericanas, todo lo cual es particularmente grave y sistemático en Puerto Rico;6— Que en los últimos veinticinco años, e incluso recientemente, las fuerzas gubernamentales de Colombia han asesinado a dirigentes campesinos y a estudiantes, y que los campesinos son arrestados en gran número. Además, los prisioneros son detenidos en forma irregular y mantenidos en condiciones materiales deplorables.Estos hechos, que atentan contra los derechos humanos, son cometidos dentro del marco de mecanismos políticos tales como la militarización permanente de varias regiones de Colombia, utilizando el estado de sitio y otras medidas legales excepcionales.La aplicación de esas medidas legales nace de la presión de los intereses privados norteamericanos, que buscan explotar las riquezas naturales del pueblo de Colombia, entre ellas el carbón, el níquel y el gas;7— Que las comunidades indígenas de la América latina, primeras víctimas de la agresión colonial, continúan sometidas a un régimen discriminatorio en el interior de pueblos globalmente reprimidos, bajo la presión y en el interés de las empresas privadas, multinacionales y locales; que el crimen de genocidio, en este punto, debe estimarse imputable al gobierno brasileño, en vista de pruebas precisas y circunstanciadas puestas a disposición de este Tribunal, que la integridad de algunas comunidades indígenas de Colombia se encuentran en peligro por atentados que el gobierno no castiga.B —Las causas económicas de la violación de los derechos del hombre y del derecho de los pueblos.El Tribunal ha comprobado que los Estados Unidos de América y las empresas extranjeras que ejercen actividades en América latina, por intermedio de filiales o de sociedades sobre cuyo capital y operaciones ejercen un control dominante —y entre las cuales las más fuertes y más numerosas son norteamericanas— han tenido y tienen, con la complicidad de las clases opresoras de América latina, una intervención permanente a fin de asegurarse los más altos beneficios económicos y la dominación estratégica. Tal intervención se traduce; –en la presencia masiva de sociedades multinacionales en la mayoría de los países de América latina; sociedades cuyos centros de decisión se hallan fuera de esos países y cuya sola presencia, teniendo en cuenta su importancia, constituye un atentado a la autonomía del país receptor;–en el saqueo de las riquezas naturales de estos países, de su suelo, de su medio ambiente, de sus materias primas, de su mano de obra, de sus recursos intelectuales y también de los capitales creados por el proceso de acumulación interna;–en el hecho de que estas empresas obtienen de los gobiernos locales que estos paguen los gastos de infraestructura necesarios a su actividad;–en la importación forzada de la tecnología, que impide la existencia de una investigación y de un desarrollo nacionales y grava fuertemente la balanza de pagos, con la remisión de derechos de patentes y regalías;–en la exportación de una gran parte de los sobrebeneficios realizados, o en la inversión interna, gracias a exenciones fiscales muy favorables, que les permite expandir su dominación sobre nuevos sectores económicos;–en la utilización, necesaria a este proceso de explotación, de una oligarquía local y de un gobierno controlado por ella para mantener los salarios a un nivel bajo, imponer condiciones de trabajo inhumanas y coartar por todos los medios el ejercicio de los derechos sindicales, de asociación y de huelga, por parte de los trabajadores, utilizando para impedirlo la represión e inclusive el asesinato;–en el deterioro constante de la distribución de la renta y la reducción del poder de compra de los salarios, que permiten acrecentar la acumulación incontrolada del capital, de tal forma que, contrariamente a lo que la propaganda de tales gobiernos y de esas empresas pretende, las condiciones de vida de los pueblos, lejos de mejorar, sufren un proceso de pauperización constante y, en algunas regiones, de pauperización absoluta, al mismo tiempo que aumentan las utilidades de las empresas;–en la utilización de los países y de los pueblos de América latina en función de las necesidades de los Estados Unidos de América y el establecimiento, en esta perspectiva, de producciones orientadas hacia el mercado exterior, o al consumo de las clases privilegiadas, o de producciones destructoras del medio ambiente;–en la constante oposición a toda tentativa de los pueblos para apropiarse de los instrumentos de su desarrollo, oposición que se ejerce por medio de la utilización abusiva del poder económico, a través de la reducción de los aportes financieros internacionales, la obstrucción de los suministros, el bloqueo, el entorpecimiento de las exportaciones, el embargo y otros procedimientos judiciales en el extranjero, el autosabotaje de grupos extranjeros presentes en el país, el financiamiento de "huelgas" patronales, la obstrucción de la actividad legislativa, el financiamiento de grupos reaccionarios (prensa, partidos políticos, ejército) y aun la intervención directa. Es con esta intervención directa, incluso militar, que la "Ley sobre el Comercio", firmada el 3 de enero de 1975 por el presidente de los Estados Unidos, amenaza a los pueblos que intenten usar de su derecho a disponer de sus riquezas naturales y de su derecho a la soberanía económica.De lo recién expuesto se concluye;–que las empresas norteamericanas organizan en su provecho el saqueo de los recursos de toda índole de la América latina y las violaciones de los derechos fundamentales del hombre que acompañan este saqueo;–que es su voluntad y su estrategia impedir el desarrollo económico de los países latinoamericanos y su control por los pueblos, cuya dominación total procuran obtener;–que el gobierno norteamericano y las oligarquías locales son coautores de ese pillaje, de esas violaciones de los derechos y de esta estrategia, así como de sus consecuencias.Todos estos hechos constituyen violaciones específicas;Del derecho de los pueblos a la autodeterminación;Del derecho de los pueblos a disponer de sus riquezas naturales;Del derecho de los pueblos a la no-intervención en sus asuntos internos;Del derecho de los pueblos al progreso económico, social y cultural;Del derecho de los pueblos a la plena participación en el proceso y en las ventajas del desarrollo;Del derecho de los pueblos a escoger libremente su sistema económico y social;Del derecho de los pueblos a un precio justo y equitativo de las materias primas;Del derecho de cada pueblo a recuperar su soberanía permanente sobre sus recursos naturales;Del derecho y del deber de todo Estado a eliminar el neocolonialismo y cualquier otra forma de ocupación y de dominación, así como sus consecuencias económicas y sociales; derechos todos proclamados por las Naciones Unidas, que constituyen en su conjunto un sistema coherente de derecho internacional.
Por todos estos motivosEL TRIBUNALSobre los derechos del hombre
Recuerda que en su sesión de Roma declaró culpables de violaciones graves, repetidas y sistemáticas de los derechos del hombre a las autoridades de facto que ejercen el poder en Brasil, Chile, Uruguay y Bolivia y confirma esta condena;Además, teniendo en cuenta la magnitud de las referidas violaciones, declara que constituyen, tomadas en conjunto, un crimen contra la humanidad, perpetrado en cada uno de esos cuatro países por las mismas autoridades de hecho;Declara hoy día culpables, en las mismas condiciones, a las autoridades de hecho que ejercen el poder en Guatemala, Haití, Paraguay y la República Dominicana;Declara culpable al gobierno del Brasil del crimen de genocidio;Los elementos complementarios de información presentados al Tribunal le permiten sostener, además, que los derechos sociales y sindicales, las libertades de asociación y de sindicalización han sido sistemáticamente destruidos en los citados países.En lo que concierne a la República Argentina, el Tribunal expresa su profunda inquietud por los arrestos, persecuciones, torturas y asesinatos de militantes, de obreros y profesionales, como también de refugiados políticos sudamericanos, y decide abrir inmediatamente una encuesta para establecer la amplitud de la responsabilidad del gobierno argentino a este respecto.
Sobre los derechos de los pueblos:
Declara atentatorias a la soberanía y a los derechos de los pueblos las actividades de las sociedades multinacionales;Declara que las actividades de las sociedades multinacionales y de otros inversionistas extranjeros en países de América latina justifican su nacionalización, ya sea sin indemnización, a título de sanción, o bien deduciendo de ella los beneficios excesivos;Declara igualmente que los pagos de indemnizaciones efectuados a las sociedades multinacionales por los gobiernos ilegítimos y represivos en contradicción con la ley que norma el acto de nacionalización y el derecho de los pueblos, carecen de toda validez y generan una responsabilidad imprescriptible para quienes han recibido tales pagos y para quienes los han efectuado.Denuncia las tentativas hechas por las sociedades multinacionales para hacerse reconocer la calidad de sujetos del derecho internacional; declara que estas deben estar sometidas exclusivamente a las jurisdicciones nacionales y que el establecimiento de jurisdicciones especiales y comunes a los Estados y a las empresas multinacionales es contrario al derecho internacional;Declara que algunas entre ellas han llegado a ser coautores de golpes de Estado fascistas, como es el caso de la I.T.T. en Chile;Condena a las personas y autoridades que se han apropiado del poder por la fuerza y que lo ejercen despreciando los derechos de sus pueblos;Condena por estos cargos a las personas que ejercen actualmente el poder en el Brasil, Chile, Bolivia, Uruguay, Guatemala, Haití, Paraguay y la República Dominicana;El Tribunal declara que, en el caso de la Junta Militar presidida por el general Pinochet en Chile, esta se encuentra en una situación de total violación del derecho internacional y no merece ser considerada como parte integrante de la comunidad organizada de naciones.Condena al gobierno de los Estados Unidos que alienta a favorecer tales hechos, condena por tanto al presidente Nixon, que los ordenó, y al presidente Ford, que los justifica y continúa, y a los gobernantes de los Estados Unidos y, más particularmente, al señor Henry Kissinger cuya responsabilidad en el golpe de Estado fascista en Chile es evidente para el Tribunal en vista de los documentos publicados en los Estados Unidos mismos.
EL TRIBUNAL
Exige la liberación inmediata de todas las personas detenidas por sus actividades y por sus opiniones políticas.Manifiesta su viva preocupación frente a las violaciones del derecho internacional y de los derechos de los pueblos en Colombia; subraya el papel de los intereses extranjeros en estas violaciones y declara su intención de proceder a una investigación completa por todos los medios apropiados y posibles, incluso el envío de una comisión ad-hoc, a fin de pronunciarse definitivamente en su tercera sesión sobre la situación de ese país y la responsabilidad de su gobierno.Declara, igualmente, en el caso de Nicaragua, que procederá a efectuar investigaciones suplementarias en el curso de la próxima sesión.En el curso de esa sesión habrá también que determinar con mayor precisión:–la naturaleza y alcance de las intervenciones militares y policiales de los Estados Unidos de América en América latina, así como las del Brasil;–la influencia de la formación militar adquirida por miembros de los ejércitos latinoamericanos en las escuelas de guerra de los Estados Unidos;–el papel de las sociedades multinacionales en el proceso de desculturización de los pueblos latinoamericanos;–la naturaleza de los lazos de interdependencia entre las autoridades políticas y los poderes económicos privados, para determinar el centro de gravedad de las responsabilidades.
EL TRIBUNAL
Acuerda que una copia de esta decisión sea remitida a las autoridades nacionales e internacionales incluidas en la sentencia.
Bruselas, enero de 1975

Juego y compromiso político

Omar Prego: Hay un aspecto de tu obra que ha generado un malentendido bastante considerable, es la noción de juego (en su sentido más amplio y más profundo, yo diría casi sagrado) y la de compromiso político. Yo sé que acerca de esto se ha escrito mucho, sé que tú has explicado en más de un texto cuál es tu posición a ese respecto. Pero como no podemos remitir al lector a esa bibliografía bastante cuantiosa, me parece útil que hablemos de ello aquí y que empecemos por el principio. Es decir, cuándo, de qué manera y por qué Julio Cortázar asume un compromiso político. Que no es lo mismo que ser un escritor comprometido. Julio Cortázar: En primer lugar, es uno de los momentos en que la biografía de una persona bifurca, toma un nuevo rumbo, adquiere nuevas características. La verdad es que yo era acentuadamente indiferente a las coyunturas políticas y a la situación política en general. OP: A pesar de que en la Argentina asumiste una actitud claramente antiperonista. JC: Sí, pero fue una actitud política que se limitaba —como las actitudes políticas de la mayoría de mis amigos y de la gente de mi generación— a la expresión de opiniones en un plano privado y a lo sumo en un café, entre nosotros, pero que no se traducía en la menor militancia. Es decir que yo me sentía antiperonista pero nunca me integré a grupos políticos o grupos de pensamiento o de estudio que pudieran tratar de llegar a hacer una especie de práctica de ese antiperonismo. Todo quedaba en esa época en la opinión personal, en lo que uno pensaba. Y curiosamente eso nos satisfacía a casi todos nosotros, nos parecía suficiente. Incluso nuestra posición durante la guerra civil española y durante la segunda guerra mundial. En un caso, claro, estábamos por los republicanos, pero ninguno de nosotros fue a combatir como voluntario a España y ni siquiera actuó políticamente en asociaciones republicanas en Argentina. Y naturalmente, cuando la segunda guerra mundial éramos todos antinazis, pero ese antinazismo no se tradujo nunca en ninguna militancia. Las había y se podía hacer cosas en el plano práctico. Digamos entonces que mis decisiones políticas ya estaban tomadas y daban hacia la izquierda, pero no pasaban de una opinión, en realidad era un punto de vista que no se diferenciaba mucho de los puntos de vista que yo podía tener sobre la literatura o sobre la filosofía. En cambio, la revolución cubana me mostró, me metió en algo que ya no era una visión política teórica, una postura política meramente oral: esa primera visita a Cuba me colocó frente a un hecho consumado. Yo fui muy poco tiempo después del triunfo de la revolución —la revolución triunfó en 1959 y yo fui en 1961— en momentos muy difíciles en que los cubanos tenían que apretarse el cinturón porque el bloqueo era implacable, había problemas internos a raíz de las tentativas contrarrevolucionarias: muy poco después se produjo eso que se llamó los alzados del Escambray, esos grupos anticastristas que hubo que eliminar al precio de una lucha de varios años. OP: Es decir que por primera vez —y esto le ocurrió a toda una generación de escritores, artistas, economistas, periodistas— los intelectuales latinoamericanos podían asistir al proceso de construcción del socialismo en un país del continente. JC: Claro. Y ese con el pueblo cubano, esa relación con los dirigentes y con los amigos cubanos, de golpe, sin que yo me diera cuenta (nunca fui consciente de todo eso) y ya en el camino de vuelta a Europa, vi que por primera vez yo había estado metido en pleno corazón de un pueblo que estaba haciendo su revolución, que estaba tratando de buscar su camino. Y ése es el momento en que tendí los lazos mentales y en que me pregunté, o me dije, que yo no había tratado de entender el peronismo. Un proceso que no pudiendo compararse en absoluto con la revolución cubana, de todas maneras tenía analogías: también ahí un pueblo se había levantado, había venido del interior hacia la capital y a su manera, en mi opinión equivocada y chapucera, también estaba buscando algo que no había tenido hasta ese momento. La revolución cubana, por analogía, me mostró entonces y de una manera muy cruel y que me dolió mucho, el gran vacío político que había en mí, mi inutilidad política. Desde ese día traté de documentarme, traté de entender, de leer: el proceso se fue haciendo paulatinamente y a veces de una manera casi inconsciente. los temas en donde había implicaciones de tipo político o ideológico más que político, se fueron metiendo en mi literatura. Ése es un proceso que se puede ir apreciando a lo largo de los años. OP: ¿Tenés un ejemplo? JC: Ese cuento que se llama Reunión, cuyo personaje es el Che Guevara. Ése es un cuento que yo jamás habría escrito si me hubiera quedado en Buenos Aires ni en mis primeros años de París, porque no me hubiera parecido un tema, no hubiera tenido ningún interés para mí. En cambio, en ese momento, el tema de ese relato me resultaba absolutamente apasionante, porque yo traté de meter ahí, en esas 20 páginas, toda la esencia, todo el motor, todo el impulso revolucionario que llevó a los barbudos al triunfo. Pero todo esto que te estoy diciendo acerca de esa especie de entrada en la conciencia política o ideológica, que antes había sido más bien uno de los tantos ejercicios intelectuales y de las opiniones que uno tiene a lo largo de la vida, no tendría demasiado sentido si no se conectara con otra cosa. Y así como te cité Reunión como el primer cuento que marcaría esa entrada en el campo ideológico y por lo tanto una participación (porque ahí yo ya entré participando), de esos mismos años debería citar, de manera simbólica, ese otro cuento que es El perseguidor. OP: Yo, así, a primera vista, no veo una relación muy clara. JC: Bueno, en El perseguidor la política no tiene absolutamente nada que ver, la ideología tampoco. Pero sí tiene que ver, por primera vez en lo que yo llevaba escrito haste ese momento, una tentativa de acercamiento al máximo a los hombres como seres humanos. Hasta ese momento mi literatura se había servido un poco de los personajes, los personajes estaban ahí para que se cumpliera un acto fantástico, una trama fantástica. los personajes no me interesaban demasiado, yo no estaba enamorado de mis personajes, con una que otra excepción relativa. En El perseguidor es fácil darse cuenta de que la figura de Johnny Carter y la de su antagonista fraternal, Bruno, han tratado de ser vistas por el autor como si él fuera ellos en alguna medida. El autor trata ahí de estar lo más cerca posible de su pie, de su carne, de su pensamiento. Y si hago esta referencia a este otro cuento es porque en el fondo se trata de una misma operación. La toma de conciencia ideológica, política, que me dio la revolución cubana no se limitó solamente a las ideas. La revolución debe triunfar y se debe hacer la revolución porque sus protagonistas son los hombres, lo que cuenta son los hombres. Y esa cosa aparentemente tan trivial e incluso perogrullesca fue muy importante para mí, porque si yo había sido indiferente a los vaivenes políticos del mundo, era porque era indiferente a los protagonistas de esos vaivenes políticos. Yo podía tener mucha simpatía por los republicanos españoles y mucho odio por los franquistas, pero era a base de criterios mentales. No me gustaba el fascismo por razones obvias y sí me gustaba la democracia de los republicanos. Pero yo me quedaba afuera de la parte que correspondía a la sangre, a la carne, a la vida, al destino personal de cada uno de los participantes en esos enormes dramas históricos.Entonces, en muy poco tiempo (el símbolo son estos dos cuentos) se produce la aparición de lo que actualmente se llama el compromiso. Es decir, que yo empiezo a darme cuenta, a descubrir un territorio que hasta entonces apenas había entrevisto. Lo cual no quiere decir que yo vaya a ser un escritor de obediencia, un escritor que se limita únicamente a defender su causa y a atacar a la contraria, sino que voy a seguir viviendo en plena libertad, en mi terreno fantástico, en mi terreno lúdico, y yo sé que vos querés que hablemos de lo lúdico. OP: Sí, pero antes me gustaría que dejáramos claro esto que algunos llamarían «un viraje» a falta de una expresión mejor. Yo siempre tuve la impresión de que en ti fue algo así como el deslumbramiento en el Camino de Damasco, salvo que vos nunca estuviste del lado de los represores, como en cambio lo estuvo Saulo. JC: Sí, un viraje que en realidad no lo es. Más bien eso que consiste en tomar una conciencia directa de los problemas ideológicos por un lado y de sus protagonistas por otro, algo que empezaba a determinar, por lo que a mi tocaba, eso que suele llamarse habitualmente compromiso. Es decir, que llegó el día en que frente a una injusticia cualquiera —hablemos en abstracto— yo tuve la necesidad de sentarme a la máquina y escribir un artículo protestando por esa injusticia, me sentí obligado a no quedarme callado, sino a hacer lo único que podía hacer, que era o hablar en público si se trataba de reuniones o de escribir artículos de denuncia o de defensa según los casos. Y eso, en el fondo, es lo que termina por llamarse compromiso. O sea, que un hombre que está entregado a la literatura, de golpe, agrega, incorpora y fusiona preocupaciones de tipo geopolítico que se pueden manifestar en lo que escribe literariamente o que pueden darse separadamente, como un cuerpo ya más especializado de escritura. Creo que ya te señalé el horror que me produce todo «escritor comprometido» que solamente es eso. En general, nunca he conocido un buen escritor que fuera comprometido a tal punto que todo lo que escribiera estuviese embarcado en ese compromiso, sin libertad para escribir otras cosas. OP: Un profesional del compromiso, o un comprometido profesional. JC: No, yo no conozco ningún gran escritor que haya hecho eso. Estoy hablando de escritores de literatura, no de filósofos ni de ensayistas. Alguien como Gregorio Selser, por ejemplo, no hace otra cosa que escribir artículos políticos, pero él no es un novelista ni un cuentista, ni tiene interés en serlo. Ese no es mi caso, porque yo siempre he vivido en un mundo de literatura que al mismo tiempo es un mundo lúdico, porque para mí es la misma cosa. Yo no podía de ninguna manera aceptar el compromiso como una obediencia a un deber exclusivo de ocuparme de cosas de tipo ideológico. OP: Sería un poco el caso de Sartre, de mención inevitable cuando se habla de este tema. JC: El caso de Sartre me parece profundamente admirable, porque cuando Sartre despierta a una realidad política (un poco como en otro plano habría de sucederme a mí), pero sin abandonar la literatura y la filosofía, comienza a introducir elementos de la historia contemporánea, de los problemas contemporáneos en su creación de ficción, como es el caso de Los caminos de la libertad y La náusea. En Los caminos de la libertad eso es más explícito, porque el libro se va cumpliendo mientras fuera del libro se están desarrollando esos procesos. Y creo que Sartre, mientras tuvo una capacidad creadora pura, la utilizó sin ninguna concesión. Sólo forzando mucho las cosas se puede ir a buscar símbolos de tipo político o ideológico en muchos de sus cuentos y obras de teatro. Yo tengo la impresión de que él quería que se las considerara como puras obras de arte, y ése es estrictamente mi punto de vista. Cuando a mí me nace la idea de un cuento que tiene una referencia a las desapariciones en Argentina, escribo ese cuento con el mismo criterio literario y la misma absorción literaria con que puedo escribir cualquier cuento puramente fantástico, digamos La isla a mediodía. Para mí se trata de obras literarias, sólo que en el caso de los desaparecidos se trata de un tema que significa mucho para mí, es ese tema espantoso de lo que ha sucedido en Argentina estos últimos años, y se presenta como una posibilidad de desarrollo literario y si lo escribo igual que los cuentos puramente literarios, hay una cosa que me complace, y es que una vez que lo he terminado no puedo dejar de pensar que ese cuento va a llegar a muchos lectores y que además del efecto literario va a tener un efecto de tipo político. Ésa me parece que es la visión del compromiso, la justa en un escritor. OP: O sea que las dos visiones se concilian finalmente y se hacen una sola. JC: Claro. Pero cuando decís eso planteás el grave problema al que aludo en el prólogo al Libro de Manuel, que es donde ataqué de frente el problema. Problema que consiste en tratar de conseguir una convergencia de la historia contemporánea —para llamarlo así— de ciertos aspectos de la historia y su convergencia con la literatura pura. Convergencia particularmente difícil porque en la mayoría de los libros llamados comprometidos o bien la política (la parte política, la parte del mensaje político) anula y empobrece la parte literaria y se convierte en una especie de ensayo disfrazado, o bien la literatura es más fuerte y apaga, deja en una situación de inferioridad al mensaje, a la comunicación que el autor desea pasar a su lector. Entonces, ese dificilísimo equilibrio entre un contenido de tipo ideológico y un contenido de tipo literario —que es lo que yo quise hacer en Libro de Manuel— me parece que es uno de los problemas más apasionantes de la literatura contemporánea. Y me parece, además, que las soluciones son individuales, que no hay ninguna fórmula. Nadie tiene una fórmula para eso. OP: Claro, porque si vamos a las fórmulas, entonces se corre el riesgo de caer en los esquemas, que rechazás. Yo creo que este punto quedó suficientemente ventilado en tu carta a Roberto Fernández Retamar, publicada en la Revista de la Casa de las Américas e incluida en Último round, a la que podemos remitir a todo lector interesado en estos temas. Pero ya que estamos aquí, me gustaría que habláramos precisamente de dos cuentos tuyos recientes, Grafitti y Segunda Vez. Yo creo que en ellos encontraste un nuevo camino para mostrar el rostro asumido por el horror en muchos países de nuestra América, y que consiste precisamente en despersonalizarlo, en hacerlo anónimo. En libros como El otoño del patriarca o Yo, el Supremo o El recurso del método, hay siempre un hombre de carne y hueso detrás del horror. Y entonces, como le ocurre a García Márquez con su Patriarca, el creador se encuentra con una criatura a la que se puede llegar a compadecer. En cambio, en esos cuentos tuyos no hay un hombre, por cruel que sea, sino algo que en ningún momento puede asumir una forma (como el ser monstruoso imaginado por Lovecraft en Las montañas de la locura, y sé que no te gusta Lovecraft), que en un momento determinado puede llamarse Ejército, Organizaciones Paramilitares, Comandos de la Muerte, pero que carece de rostro. JC: Exactamente. El horror se acentúa porque se vuelve una especie de latencia omnímoda, una atmósfera que flota, en donde no se pueden conocer caras ni responsabilidades directas. Una especie de superestructura. Yo creo que la máquina del horror tiene en el campo de la novela dos ejemplos extraordinarios. Uno de ellos es El proceso, de Kafka. Y aunque ahora hay toda una teoría según la cual El proceso sería un libro cómico y que Kafka lo consideraba como un libro cómico, nosotros por lo menos lo leímos en una lectura dramática. Ahí ya se da el caso de ese destino que se va cumpliendo inexorablemente, paso a peso, sin que jamás se sepa hasta la última línea, sin que se llegue a saber jamás cuáles eran las motivaciones que determinaban ese destino. Muchas veces yo he pensado, leyendo casos típicos de desaparecidos y torturados en Argentina, que ellos han vivido exactamente El proceso de Kafka, porque han sido detenidos muchas veces por ser sólo parientes de gente que tenía una actuación politica (ellos no la tenían, o la tenían de manera muy parcial) y han sido torturados, han sido detenidos y finalmente muchas veces ejecutados. Y esa gente, en cada etapa de su destino, ha debido preguntarse quién era el responsable, de dónde le venía esa acumulación de desgracias, y no lo ha podido saber nunca porque lo único que ha conocido es a los ejecutores, a los torturadores. Quienes, por otra parte, tampoco sabían quiénes eran los jefes. El otro libro es ese a cuyo título, 1984, vamos a llegar cronológicamente el año que viene, dentro de muy poco, el libro de Orwell. Yo acabo de escribir un texto bastante largo para El País de Madrid, que va a hacer crujir los dientes de mucha gente, incluso compañeros, porque es un artículo bastante duro, muy crítico. Ese libro contiene la imagen del Big Brother (que finalmente no existe, el Big Brother es un simulacro fabricado por ese partido que tampoco se sabe lo que es) donde se llega a un nivel totalmente infernal, a ese nivel al que vos aludías. Sí, esos dos cuentos míos que citaste contienen también esa mecánica del horror, el horror sin causa definible, sin causa precisable. OP: Que también se da, aunque en otro registro, en Satarsa, donde todo también sucede sin que nadie sepa muy bien por qué ocurren las cosas, cuál es su sentido último, donde siempre alguien puede referirse a un escalón situado por encima suyo, hasta llegar acaso a la Ley de Seguridad del Estado. JC: O sea, a una abstracción total. OP: Bueno, yo te pediría que me hablaras un poco de las similitudes que —al menos para mí —tienen Oliveira y Andrés, el del Libro de Manuel. Te adelanto algunos de esos elementos: el desconcierto en la búsqueda y el sentimiento de lo lúdico, como si los dos creyeran que lo lúdico es una especificidad de la historia. Dos rasgos, por otra parte, que más de una vez le han sido atribuidos a un tal Julio Cortázar. JC: Bueno, tu pregunta es demasiado vasta y exigiría tal vez un análisis parcializado. Pero tampoco hay por qué complicar inútilmente las cosas. Vamos de lo más autobiográfico, de algo que yo conozco bien, a lo más general. Desde pequeño yo he tenido un gran sentido del humor y me acuerdo que siendo muy niño —tendría ocho o nueve años— me producía un gran asombro que en ciertas conversaciones de los mayores, en circunstancias en que todo hubiera podido arreglarse con una broma, con una respuesta llena de humor, todo el mundo se ponía trágico, todo el mundo se tomaba las cosas por el lado negativo. En el mejor de los casos se hacían chistes, los argentinos hacen muchos chistes, pero no todos tienen sentido del humor. Mirá que esto también puede aplicarse a la raza humana en general... En todo caso la Argentina ha sido un país de humoristas individuales, como Macedonio Fernández, detrás de cuya metafísica se esconde un humor terrible. Yo, desde muy niño, sentía que el humor era una de las formas con las cuales era posible hacerle frente a la realidad, a las realidades negativas sobre todo. Si cuando sucedía algo desagradable te defendías a base de humor, salías mejor parado que tu amigo o compañero que no disponía de esa arma, que no veía más que lo trágico. Bueno, de ahí a lo lúdico no hay más que un paso. Porque quien tiene sentido del humor tiene siempre la tendencia a ver en diferentes elementos de la realidad que lo rodea una serie de constelaciones que se articulan y que son en apariencia absurdas. Todas las frases del humor tienen ese elemento de absurdo, de cosa que no funciona dentro de una lógica aristotélica. Yo sentí que eso era una especie de para realidad, es decir, una realidad que está a tu disposición en la medida que vos la sepas asumir y la sepas utilizar. OP: Utilizabas el humor como una suerte de anticuerpo. JC: Yo me defendía de situaciones bastante penosas mediante el recurso del humor, un humor blanco o negro, según las circunstancias. El humor negro también es un elemento importante. De modo que esas asociaciones aparentemente ilógicas que determinan las reacciones del humor y la eficacia del humor, llevan al juego. Lo lúdico no es un lujo, un agregado del ser humano que le puede ser útil para divertirse: lo lúdico es una de las armas centrales por las cuales él se maneja o puede manejarse en la vida. Lo lúdico no entendido como un partido de truco ni como un match de fútbol; lo lúdico entendido como una visión en la que las cosas dejan de tener sus funciones establecidas para asumir muchas veces funciones muy diferentes, funciones inventadas. El hombre que habita un mundo lúdico es un hombre metido en un mundo combinatorio, de invención combinatoria, está creando continuamente formas nuevas. OP: Eso puede sonar un poco abstracto. ¿Cuáles eran tus métodos prácticos de defensa cuando eras niño? JC: Bueno, te doy un ejemplo. A mí, desde pequeño, me fascinó la noción de monstruo, la idea de los animales mitológicos: una cabeza de león, alas de águila y plumas de pato, que naturalmente provoca la indiferencia general de la gente. Pero a mí, te repito, me fascinaba porque me di cuenta de que eso (la noción del monstruo, que es el resultado de una combinación diferente de los elementos aceptados por todos) se podía extrapolar a operaciones mentales, a conductas. Uno podía a veces conducirse lúdicamente, es decir, hacer un juego en el que de alguna manera uno era el monstruo, porque a un mismo tiempo estabas moviéndote como un león y volando como un águila. Para llegar a la cosa central: desde que yo empecé a escribir (a escribir cosas publicables) la noción de lo lúdico estuvo profundamente imbricada, confundida, con la noción de literatura. Para mí, una literatura sin elementos lúdicos era una literatura aburrida, la literatura que no leo, la literatura pesada, el realismo socialista, por ejemplo. OP: Bueno, precisamente, de eso se trata. Es decir que en cierta medida y hasta cierta época, se dio por aceptado que Revolución era un concepto inseparable de realismo socialista. De modo que tú te insurgís justamente contra ese concepto. JC: Sí, lo que me vale a veces enfrentamientos cordiales, si quieres, pero enfrentamientos bastante fuertes con compañeros revolucionarios. El Libro de Manuel fue uno de esos ejemplos. OP: Claro, porque Libro de Manuel, por el año en que fue publicado, 1973, hizo las veces de pararrayos de todas esas discrepancias que andaban flotando por ahí, las atrajo y las concentró de manera fulminante. En un reportaje publicado poco después de que te dieran el Premio Médicis para extranjeros, vos dijiste lo siguiente: «Yo no sé si llamarlo un libro político. Ésa es una palabra que me da un poco de miedo, porque política es una cosa muy profesional y muy precisa. Yo creo que es un libro que una vez más continúa una especie de apertura ideológica en la línea socialista que yo veo para América Latina, y además una especie de pre-crítica a todas las equivocaciones que suelen cometerse cuando se intentan y realizan revoluciones». Y esto se compadece perfectamente, a mi modo de ver, con otro texto tuyo, Casilla del camaleón (La vuelta al día en ochenta mundos, Tomo II, pp. 185-193), donde oponés precisamente el concepto de camaleón al de coleóptero. El caleóptero es quitinoso, rígido, poco flexible, como ciertos procesos revolucionarios. JC: Desgraciadamente. Desgraciadamente las revoluciones parecen conllevar una tendencia a la estratificación (o quitinosidad, para seguir con la imagen). En sus formas iniciales, esas revoluciones adoptaron formas dinámicas, formas lúdicas, formas en las que el paso adelante, el salto adelante, esa inversión de todos los valores que implica una revolución, se operaban en un campo moviente, fluido y abierto a la imaginación, a la invención y a sus productos connaturales, la poesía, el teatro, el cine y la literatura. Pero con una frecuencia bastante abrumadora, después de esa primera etapa las revoluciones se institucionalizan, empiezan a llenarse de quitina, van pasando a la condición de coleópteros. Bueno, yo trato de luchar contra eso, ése es mi compromiso con a las revoluciones, a la Revolución, para decirlo en general. Trato de luchar por todos los medios, y sobre todo con medios lúdicos, contra lo quitinoso. El Libro de Manuel fue una tentativa de desquitinizar esos proemios revolucionarios que vagamente se asomaban en Argentina y que no llegaban a cuajar. Ese libro fue escrito cuando los grupos guerrilleros estaban en plena acción. Yo había conocido personalmente a algunos de sus protagonistas aquí en París, y me había quedado aterrado por su sentido dramático, trágico, de su acción, en donde no había el menor resquicio para que entrara ni siquiera una sonrisa, y mucho menos un rayo de sol. Me di cuenta de que esa gente, con todos sus méritos, con todo su coraje y con toda la razón que tenían de llevar adelante su acción, si llegaban a cumplirla si llegaban al final, la revolución que de ellos iba a salir no iba a ser mi Revolución. Iba a ser una revolución quitinizada y estratificada desde el comienzo. El Libro de Manuel es un desafío, pero no un desafío insolente ni negativo. Es un desafío muy cordial: vos has visto que yo a los personajes con toda la simpatía posible. Por ejemplo a Marcos, el jefe de ese grupo de guerrilla urbana que está un poco de vacaciones en Europa en ese momento. Y él mismo discute con sus amigos, si no este problema, problemas paralelos. Yo no los atacaba, muy al contrario. Si hubiera tenido ganas de atacarlos no habría escrito la novela. No sólo no era un ataque, sino que era una tentativa de ponerles en el bolsillo un libro que tal vez los hubiera ayudado un poco. OP: En eso que a falta de mejor palabra podemos llamar prólogo, decis que «lo que cuénta, lo que yo he tratado de contar, es el signo afirmativo frente a la escalada del desprecio y del espanto, y esa afirmación debe ser lo más solar, lo más vital del hombre: su sed erótica y lúcida, su liberación de los tabúes, su reclamo de una dignidad compartida en una tierra ya libre de este horizonte diario de colmillos y de dólares». Han pasado diez años: si no hubieras escrito entonces Libro de Manuel,. ¿escribirías hay algo parecido? JC: Creo que sí. Sí, escribiría algo parecido. En el Libro de Manuel yo di un paso adelante, incluso forzándome la mano a veces, porque estaba harto de haber discutido en Cuba acerca de problemas de tipo erótico, por ejemplo, y de tropezarme con la quitina. O el tema de la homosexualidad, que ahora es también objeto de una discusión fraternal pero muy viva con los nicaragüenses cada vez que voy para allá. Yo creo que esa actitud machista de rechazo, despectiva y humillante hacia la homosexualidad, no es en absoluto una actitud revolucionaria. Ése es otro de los aspectos que quise mostrar en Libro de Manuel. Eso es, claro, sólo un aspecto. También hay un ataque al lenguaje anquilosado, al lenguaje quitinizado. Allí, a mi manera, yo libré un combate en el plano del idioma, por que pensaba (y lo sigo pensando) que ése es uno de los problemas más graves que hay en América Latina, toda esa hipocresía lingüística con la que habrá que acabar de una vez.

Entrevista a Cortazar

Por Alfredo Barnechea
Aunque los lectores han hecho de ‘Cien años de soledad’ su novela preferida, es probable que si los escritores votaran sobre la novela latinoamericana más influyente de este siglo, escogerían a ‘Rayuela’.
Esa novela, y los cuentos de su autor, les abrieron a muchos de ellos las puertas de una lengua libre, de un castellano nuevo, extremadamente creativo e inteligente.
Julio Cortázar subió a un barco en 1951 y abandonó Argentina para siempre. En París, donde residió desde entonces, trabajó al principio básicamente como traductor, mientras hilvanaba una de las grandes obras literarias de este siglo; uno de los frutos felices de ese oficio fue la maravillosa traducción de Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar.
En los sesenta, París volvió a ser una fiesta, esta vez para los escritores de lengua española que convergieron allí. Nacido en 1914 (el mismo año que Octavio Paz y que Camus), Cortázar era una especie de adelanto del ‘boom’. En ese grupo de escritores intensamente políticos, Cortázar fue al comienzo acaso uno de los más apolíticos, y más apegados al puro placer de la literatura. Qué cambió en su vida privada no lo sabemos con certeza, pero lo cierto es que este gran escritor se transformó con el tiempo en un progresista activo, casi ingenuo.
Ya envuelto en esa posición, vino al Perú en 1972, en medio de lo que parecía entonces, para muchos intelectuales latinoamericanos, una atractiva revolución militar.
De todas las entrevistas reunidas en este libro, ésta es la más antigua. Yo tenía veinte años, y hacía mis pinitos en el oficio periodístico, como quizá se note leyéndola. Pero este escritor altísimo, con cara de niño que se comía los años, tuvo la generosidad de darme la entrevista. “Búsqueme en el hotel”, me había dicho. “Pregunte por Monsieur Karvelis” –ya que se alojaba bajo el nombre de su compañera de entonces, Ugné Karvelis. “ Pero después nos lleva al box”. He olvidado la pelea, y quienes iban con nosotros. Pero todavía hoy, veinticinco años después, recuerdo la emoción que tenía cuando subí las escaleras del viejo Hotel Bolívar para conversar con el Cronopio.
Julio Cortázar: Soy un latinoamericano que lo quiso leer todo, saber todo, que ha devorado muchas páginas, pero que también ha cambiado, porque mi vida ya no es la misma de antes. Ahora no puedo leer y escribir exclusivamente todo el día, porque estoy en reuniones, haciendo contactos coordinando otras cosas, no literarias. Me interesa bastante más que antes la política de nuestros países, y eso quita tiempo, viejo.
Ha nacido en Bélgica, casi accidentalmente, el 14. El año 23, en Banfield, prendido de las solapas de su tío, ha escuchado la pelea entre Dempsey y Firpo, el toro salvaje. Ha estado en Buenos Aires, ha sido maestro de escuela de provincias, el 32 pretendió irse a Europa, de pavo en barco, pero no lo logró, se quedó veinte años más en Argentina y cuando se fue de verdad, el 51, ya era demasiado tarde para librarse de Buenos Aires, de Gardel, de la nostalgia de los días primeros. En 1963 publicó Rayuela, una cima de la novela latinoamericana. Después de tantos años ¿Cómo percibe Cortázar su país?
JC: Lo percibo como uno de los países latinoamericanos. La respuesta puede parecer obvia, pero mirándola bien no lo es. He estado alejado físicamente, sí, pero no
en lo que de veras cuenta; pienso que diez libros son una prueba que acaso no podrían aportar muchos de los que andan reprochando a diestra y siniestra el famoso exilio. Buenos Aires me asfixió y fue París precisamente lo que permitió que yo redescubriera una visión distinta de mi país y de Latinoamérica. París –Europa mejor— me abrió un horizonte total, planetario, que yo no tenía desde Buenos Aires. No estoy dando una receta, hablo sólo por mí, pero sé que sin París no hubiera escrito lo que he escrito. Si me hubiera quedado allá, en el pago, mi madurez de escritor se hubiera manifestado de otra manera, seguramente más satisfactoria para los historiadores de la literatura, menos provocadora, agresiva para quienes leen mis libros por razones vitales. Y claro, yo estoy con ellos. No sólo no me quedé, sino que no he vuelto, y sigo creyendo que París es el sitio perfecto para alguien como yo, para mis gustos, para lo que escriba todavía.
La geografía, ilusoria; los mapas, un abusivo invento de las enciclopedias. Allá, Cortázar resolvió que no valía la pena haberse quedado. Pero, de todos modos, hay que estar loco perdido, rechiflado en su tristeza, para decir de una ciudad lo que este tipo ha dicho de Buenos Aires:
JC: Se puede, entonces, seguir andando y desandando, anulando el prejuicio de las leyes físicas, entendiendo y entendiéndose desde una visión y un lenguaje que nada tienen que ver con la historia y la circunstancia. Como si todo fuera alcanzado por un progresivo retorno, miro ahora mi ciudad con la mirada del que viaja en la plataforma de un tranvía, retrocediendo mientras avanza, y de tanto perfume nocturno, de incontables encuentros con gatos y bibliotecas y Cinzano y Razón Sexta y cine continuado, me vuelven sobre todo los tiempos de estudiante, los bares automáticos de Constitución, la calle Corrientes de las primeras escapadas temerosas de los años treinta. Corrientes inconcebibles hoy, con sus orquestas de señoritas, sin cines largos y estrechos y una pantalla neblinosa donde personajes de barba y levita corrían por salones lujosos a pobres chicas con sombreritos y tirabuzones y a eso llamaban películas realistas. Son las rabonas de Plaza Italia con un sol caliente de libertad y pocas monedas, de penumbra alucinatoria del Pasaje Güemes, el aprendizaje del billar y la hombría de los cafés del Once, las vueltas por San Telmo entre la noche y el alba, un tiempo de cigarrillos rubios y tranvía 86, Villa Urquizo y la Plaza Irlanda, donde un breve otoño fui feliz con alguien que murió temprano.
AB: Veinte años en que Julio Cortázar ha vivido en Francia, escribiendo en una lengua y hablando otra. ¿Cómo ha salvado ese problema?
JC: Bueno, tuve suerte, pues luego de ganarme la vida pintorescamente en París aprobé un examen en la UNESCO como traductor free-lance. La traducción exige no perder de vista la lengua madre, y si a eso se suma mi propia tarea de escritor (y de lector omnívoro), los años pasaron sin que mi lengua sufriera. A veces me autopesco un galicismo, pero eso ocurre tanto en la Argentina como en Francia y, bueno, después de todo, eso nunca ha sido tan terrible.
AB: Minucioso, insólito, lúdico, bromista, con una cultura multilateral, casi ecléctica, laberíntico. Muchos creen que éste es el verdadero Julio Cortázar. ¿Está de acuerdo con esa imagen?
JC: Oye sí, te acepto los epítetos, y agrego otros que no son contradictorios sino complementarios: soy profundamente serio, exigente hasta la náusea conmigo mismo,
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inconsciente (los temas me vienen de regiones incontroladas por mi inteligencia, apenas mediocre), paradójico (para luchar contra los monobloques ideológicos y culturales), enamorado del rumor del mundo, ciego a los elogios, perdido en una vigilante abstracción de cronopio incurable.
AB: Horacio Oliveira, el personaje de Rayuela, es, digamos, un afrancesado, un hombre entre dos mundos, en busca de un centro. Los datos parecen corresponderse con Julio Cortázar. En cierta manera, Rayuela terminaría en un fracaso, si nos atenemos al itinerario del personaje. Julio Cortázar...
JC: Piano, piano. Ese fracaso de Oliveira, antes que nada, me parece mucho más fecundo que muchos triunfos de esta civilización occidental. Y, después, no es el fracaso de Julio Cortázar, si a eso vamos. Es, en todo caso, el problema, no su resolución. Ya he hablado de mi reencuentro con América Latina, sobre todo a partir de la revolución cubana, de ese no estar aquí y a la vez estar definitivamente.
AB: Hemos oído que escribió Rayuela de un tirón...
JB: Más que de corrido, Rayuela fue escrita a saltos, pues empezó en lo que luego fue la segunda parte, y ésta quedó en suspenso hasta que terminé la primera; paralelamente se fueron agregando los capítulos “teóricos”, los recortes de prensa y las citas de sabios y locos.
AB: ¿Le sucedió lo mismo con sus otros escritos? ¿La preparación es muy larga? ¿Cómo surge en usted la necesidad de escribir?
JC: Me cuesta mucho empezar a escribir. Mucho, porque la preparación de un cuento o de una novela corre subterránea dentro y a su manera; pero cuando arranco de veras me parezco a Fangio, viejo, y no paro hasta que el texto mismo me para la bandera.
AB: Usted tenía treinta y cinco cuando publicó Los reyes. Era una llegada algo tardía, pues sólo un poemario (publicado con seudónimo) lo secundaba. ¿Pero desde cuándo escribe?
JC: Escribo desde los quince años, pero sólo a los treinta me animé a publicar un libro de poemas, firmado con seudónimo. He escrito siempre poemas. Adolescente, creí, como tantos, que mi sensación de extrañamiento anunciaba al poeta, y escribí, los poemas que se escribían entonces y que siempre son más fáciles de escribir que la prosa, a esa altura de la vida. Pero no había para más. Me sorprendí por eso cuando, un día en La Habana, Gianni Toti me dijo que de todo lo que había escrito lo que más le gustaba eran mis poemas. Cuando escribí Los reyes ya era dueño de una técnica, que era hija del rigor. Siguieron los cuentos de Betiario, sobre los que ya no tuve ninguna duda. Pero el noviciado había sido largo y duro. Había que tenerse mucha fe, y a la vez había que apoyarse en una permanente desconfianza en sí mismo. En el terreno práctico, esto debía traducirse en no publicar prematuramente, pecado cotidiano en nuestros países.
AB: ¿Eso sería lo que le diría a un joven escritor que le pide consejos?
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JC: Sí, si el consejo es de ese tipo. Si, más bien, quiere saber cómo se escribe, haría lo que del maestro zen: le rompería una silla en la cabeza. Pero la otra recomendación, sí. Fue lo que me pasó a mí. Tiré miles de páginas antes de publicar por primera vez, porque si bien respondían a mis impulsos más hondos, algo en mí era capaz de juzgarlas y saber que no merecían imprenta. Jamás me alegraré lo bastante de haber sido tan duro para conmigo mismo.
AB: Para muchos, escribir es un acto de exorcismo. En su caso, ¿algún cuento o novela ha cumplido esa función?
JC: Una buena parte de mis cuentos han nacido de estados neuróticos, obsesiones, fobias, pesadillas. Nunca se me ocurrió ir al psicoanalista; mis tormentas personales las fui resolviendo a mi manera, es decir, con mi maquina de escribir y ese sentido del humor que me reprochan las personas serias. Entonces, más que un cuento o una novela, es el escribir mismo mi acto de exorcismo.
Y claro debía preguntarle lo de siempre, que por qué, para qué escribe, pero ya ha dicho en otra parte que:
JC: Siempre seré un niño para tantas cosas, pero uno de esos niños que llevan consigo al adulto, de manera que cuando el monstruito llega verdaderamente a adulto ocurre que a su vez éste lleva consigo al niño, y en el mezzo del camino se da una coexistencia pocas veces pacífica de por lo menos dos aperturas al mundo. Mucho de lo que he escrito se ordena bajo el signo de la excentricidad, puesto que entre vivir y escribir nunca admití una diferencia; si viviendo alcanzo a disimular una participación parcial en mis circunstancia, en cambio no puedo negarla en lo que escribo puesto que precisamente escribo por no estar o por estar a medias. Escribo por falencia o descolocación; y como escribo desde un intersticio, estoy siempre invitando a que otros busquen los suyos y miren por ellos el jardín donde los árboles tienen frutos que son, por supuesto, piedras preciosas. El monstruito sigue firme... Y me gusta, y soy terriblemente feliz en mi infierno, y escribo. Vivo y escribo amenazado por esa lateralidad, por este paraje verdadero, por ese estar siempre un poco más a la izquierda o más al fondo del lugar donde se debería estar para que todo cuajara satisfactoriamente un día más de vida sin conflictos. Desde muy pequeño asumí con los dientes apretados esa condición que me separaba de mis amigos, y que a la vez los atraía hacia el raro, el diferente, el que metía el dedo en el ventilador. No estaba privado de felicidad. La única condición era coincidir de a ratos (el camarada, el tío excéntrico, la vieja loca) con otro que tampoco calzara de lleno en su matrícula, y desde luego no era fácil; pero pronto descubrí los gatos en los que podía imaginar mi propia condición, y los libros, donde la encontraba de llano. Pienso en Jarry, en un lento comercio a base de humor, de ironía, que termina por inclinar la balanza del lado de las excepciones, por anular la diferencia escandalosa entre lo sólito y lo insólito, y permite el paso cotidiano a un plano que a falta de mejores nombres seguiremos llamando realidad pero sin que sea ya un flatus vocis o un peor es nada.
AB: Al cabo de tanto tiempo, supongo que tendrá señaladas sus preferencias. ¿Con qué cronopio se identifica más? ¿A quiénes relee con más constancia?
JC: Casi nunca releo la gran literatura, aunque confieso la relectura periódica de Los tres mosqueteros y de mis Julio Verne preferidos. También el Pickwick de Dickens.
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En general, me inclino hacia los alienados, hacia los marginales de la literatura. Un Jarry, un Roussel. De una novela quiero que me enriquezca y me transforme, por la vía del sentimiento o del intelecto, pero jamás le pido que me enseñe algo. Las novelas didácticas o las destinadas a vehicular mensajes me recuerdan aquello de dorar la píldora. Además no son nunca entretenidas (véase el realismo socialista) y transmiten penosamente lo que ya se ha dicho en el ensayo. Actualmente leo pocas novelas. Vuelo, sí, a la poesía, porque puede leerse en todas partes, en los cafés y los trenes.
AB: Una vez abandonada la maquina de escribir, ¿necesita librarse de la materia que desarrolla, o más bien continúa dándole vueltas en la cabeza?
JC: Bueno, yo paso días y aún semanas sin escribir, cuando estoy trabajando en un libro. Ahora no me doy vacaciones. Vivo como habitado por lo imaginario, que se superpone a lo que me rodea, lo modifica y lo desplaza. Es un sentimiento a la vez maravilloso e inquietante, un periodo en el que se acumulan las coincidencias, y los encuentros, como si el libro y la realidad exterior se invadieran mutuamente hasta el día –siempre triste para mí— del punto final.
AB: Si bien lo fantástico es una constante de su obra, El perseguidor podría ser el punto de apertura en otras direcciones. Ese cambio, si usted acepta la demarcación, ¿a qué experiencias corre paralelo?
JB: Sí, El perseguidor fue una primera toma de conciencia de una realidad inmediata, histórica, que hasta entonces había estado relegada al telón de fondo para los sucesos fantásticos de mis cuentos. No es por azar que poco tiempo después –y ésas podrían ser las experiencias paralelas— fui por primera vez a Cuba y conocí de lleno la experiencia socialista, con la que me solidaricé. Hasta entonces yo veía personas, individuos encerrados en sus viviendas privadas. El perseguidor, en efecto fue una primera tentativa por aprehender al hombre como historia y destino, como buscador de sí mismo en su punto más alto y exigente.
AB: Esa tentativa prosigue ahora ¿El libro de Manuel es un divorcio con sus cuentos anteriores?
JB: No, El libro de Manuel es una tentativa de recuperar dos niveles hasta ahora paralelos en mí, una búsqueda de convergencia entre mi yo-novelístico y mi yo-histórico, digamos. O sea, incluir todo lo que yo he estado diciendo, políticamente si se quiere, pero en un texto que sea literatura, y que lo sea no al modo de la literatura programada, sino de una literatura sin concesiones fáciles, demagógicas. Será un libro en cierta medida plural, al que podrá accederse por más de un nivel. Hay mucho de documental, de cosas que yo leía diariamente mientras escribía. Un grupo de latinoamericanos viven en París y deciden hacer una serie de acciones, y bueno, hay secuestros y cosas por el estilo. Ahora, el libro no quiere ser un texto dividido en esos dos niveles, sino acceder a un plano superior que los integre, que los haga converger.
AB: La ruptura de la solemnidad, el humor, lo insólito, la búsqueda de una sobrerrealidad, han sido improntas del surrealismo. ¿Qué relación tuvo usted con él y cómo lo juzga ahora?
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JC: El surrealismo fue mi camino de Damasco, me arrancó de la sensiblería post-romántica de la Argentina de los años treinta, me enseñó a atacar la palabra, a batallar amorosa y críticamente con ella, a fiarme de lo absurdo y a rechazar la sensatez sistemática, a creer en una esquizofrenia creadora (no son los términos que se usaban entonces, pero los lectores de hoy comprenderán). Después vi anquilosarse poco a poco el surrealismo, convertirse en escuela, casi en Iglesia con André Breton como Papa. Yo, por muchas razones, no calzo con las iglesias. Pero el verdadero surrealismo es indestructible, es una actitud, un modo de conocer que se da diariamente de mil maneras que, por suerte, no son forzosamente literarias.
AB: A menudo usted ha hablado del zen. ¿Qué admira allí?
JC: Para no citar más que una de sus múltiples facetas, admiro en el zen la ruptura de los esquemas lógicos y la prueba de que no son imprescindibles para acceder a determinados niveles de conocimiento. Excelente lección para nosotros, devotos, obstinados esclavos de Aristóteles y Tomás de Aquino.
AB: En su carta a Fernández Retamar, había una frase más o menos así: “Incapaz de acción política, no renuncio a mi solitaria vocación de cultura...”. En mayo del 68, en París, usted participó sin embargo en tomas de locales, y ahora, como nos dijo al comienzo, dedica cada vez más atención a la política latinoamericana. La frase citada ¿sigue siendo válida? En otras palabras, ¿cómo afronta ahora su compromiso político?
JC: Me sigo creyendo incapaz (o si se quiere, poco capaz) de acción política, que para ser realmente una acción debería absorber todo mi tiempo, incluido el literario. Soy y seré un escritor que cree en la vía socialista para América Latina, y que en el plano político emplea los instrumentos que le son propios para apoyar y defender esa vía. Cuando lo creo necesario intervengo en un plano, digamos, directo de acción política, pero me sigo creyendo más eficaz en el de la palabra escrita. Sigo siendo un cronopio, o sea, un sujeto para el que la vida y el escribir son inseparables, y que escribe porque eso lo colma, en última instancia, porque eso le gusta.
AB: Usted va para su país ahora, en un momento bastante crítico de su vida política, y quisiera preguntarle algo relacionado con ella. En su momento, como hicieron tantos intelectuales argentinos, usted rechazó al peronismo. Ahora hay una revaluación del peronismo por esa misma intelectualidad. ¿Cómo lo juzga hoy?
JC: Con una perspectiva de veinte años, una ideología definida, con una autocrítica despiadada. En su momento, en efecto, fui incapaz de distinguir entre Perón y el peronismo, entre el gobernante ambiguo y la formidable toma de conciencia que había desatado sin ser capaz de llevarla a sus últimas consecuencias, o sea, a la revolución. Me alegraré el día en que el termino “peronismo” pueda ser sustituido por otro que exprese mejor, con más verdad, esa larga marcha del pueblo argentino hacia su destino socialista; pero, por el momento, puesto que indica suficientemente el camino, lo comprendo y lo respeto.
AB: Para terminar, discúlpeme una pregunta algo solemne: ¿Cuáles han sido los grandes momentos del siglo XX que ha vivido?
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JC: Si no supiera a qué apunta su pregunta, temería que esa solemnidad se viera menoscabada con mi respuesta. Los grandes momentos del siglo XX son de dominio público: la revolución rusa, la derrota del nazismo, la victoria de Vietnam o la revolución cubana. Ahora, los que me han marcado a mí, los que cuentan para mí: la primera radio a galena de mi infancia, el vuelo de Lindbergh, la pelea Firpo-Depsey, la lectura de La condición humana, la foto de Mussolini colgado por los pies y, ya que estamos en lo luctuoso, la tardía pero reconfortante muerte de Harry Truman y de Lyndon Johnson.
Lima, 1971
Del libro Peregrinos de la lengua (Alfaguara, 1998)
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